Sucede un curioso fenómeno provocado por el arte. Es frecuente entre los amantes de la pintura y de la música. Comunmente es provocado por las obras renacentistas, por la música barroca o por la arquitectura gótica.
Aristóteles decía que percibimos nuestro entorno en tanto este afecta nuestro espíritu. A pesar de que la concepción aristotélica del espíritu es más bien cercana a lo que hoy conocemos como consciencia, tengo la culpable debilidad por leer literalmente esa frase y concebir al espíritu como una entidad emocional más que epistémica. Espero que no me juzgue usted de idealista, pues aunque lo soy, no quisiera que usted guardase una imagen tan somera de mi persona.
Volvamos pues al tema. Imagine usted a un aficionado a la música sacra. Nuestro buen personaje decide ir a la sala de conciertos de su ciudad a prescenciar a un formidable coro gregoriano. Toma asiento, expectante en su butaca y pronto da comienzo el concierto. Tras los primeros acordes se siente impresionado pero es al llegar al clímax de la presentación cuando sucede:
La policromía de las notas lo deja sin aliento. Esa particular concatenación de voces lo lleva a un estado de ¿shock? ¿trance? ¿éxtasis? Es imposible describirlo. No puede reír, llorar ni emitir sonido alguno. Sólo puede sentir. Su espíritu ha sido afectado.
La policromía de las notas lo deja sin aliento. Esa particular concatenación de voces lo lleva a un estado de ¿shock? ¿trance? ¿éxtasis? Es imposible describirlo. No puede reír, llorar ni emitir sonido alguno. Sólo puede sentir. Su espíritu ha sido afectado.
Está abrumado.
Pierde noción de sí mismo. Se aleja de lu humanidad para notar lo irrelevante que es la condición humana y entonces se percata de que el humano es más que sí mismo. El hombre no es lo que es. Es lo que hace.
Quizás esa sea la incomprensible belleza de la belleza. su capacidad para reducir al hombre a su humanidad y paradójicamente mostrarle los horizontes de su existencia. Es que la perfección del arte es sólo una ilusión basada en sus propias imperfecciones.
El arte es natural. En tanto obra humana halla su perfección en la vastedad de sus fallas. ¿Qué es la vida sino un imperfecto ensayo de perfección?
Todo eso pensó el autor cuando descubrió sorprendido la afectación de su espíritu. Algo hay en los labios cubiertos de carmín, en la humilde disposición a ayudar, en la risa clara, en la determinación tinta en la piel o en la coherencia de los actos; que un día sorprendió al autor frente a una hoja en blanco con su pluma insatisfecha.
Fue entonces cuando se notó abrumado. Se desprendió de sí mismo y se sintió pequeño y magnánimo, inexistente y omnipotente, maestro y aprendiz. Se sintió a sí mismo y se sorprendió de ser real. Tomó papel y pluma, se dispuso a describir su situación y riendo se halló incapaz. No hay palabra alguna que describiese la absoluta vaguedad de su estado.
El autor, temeroso de la retórica, hurgó la entretenida niebla de sí mismo en busca de algo definible. Encontró un sencillo concepto delineado en el centro de su anhelo:
Curiosidad.
La compañía de ese cuerpo grácil podía dotarlo de inspiración y despojarlo de palabras. Él se sintió tentado a desnudarlo y quitarle capa tras capa de ropa, piel y hueso para hallar el espíritu. A la humana tripulante de ese sueño; aquella persona con sus gustos, temores y virtudes. No deseó mucho más que conocerle y ser conocido por ella.
. . .
Entonces el autor receloso de la hipérbole, temeroso de la metáfora, de la pretenciosa anáfora y del innecesario oxímoron, decidió hacer un ensayo. No sería jamás una carta, mucho menos un manifiesto...
Mas firmó una apología.